viernes, 18 de enero de 2008

Tradición y modernidad

Con el correr del tiempo, el recuerdo de aquel abrazo se fue purificando dentro de Otako, fue dejando se ser algo físico para convertirse en algo espiritual —Yasunari Kawabata Mérida cumplió 466 años lo cual significa que la antigua T'hó tiene los mismos años de destruida. Celebrar la vida de una es festejar la muerte de la otra, sin decirlo. T'hó es de las tumbas de amor que nadie llora. La fiesta de Mérida a lo largo de la ciudad se ha desparramado como una luz, aunque sus rayos bañan realidades diferentes. Conozco a quienes vivieron la fiesta leyendo a Kawabata; otros más jóvenes en los bares del norte hacían nuevos planes de amor oyendo “Bless the broken road”.

La generación perdida festejó el mismo 6 de enero cantando canciones de la trova Chilena que acompañó las luchas por la democracia en tiempos del “Charras”. En las comisarías se oía la voz de Manzanero canche (sin mayúscula y sin acento como lo escriben los anuncios del ayuntamiento), como un sentimiento cercano que traía el viento frío de enero. Presencias y olvidos.

La luna alta brilla.— Cada quien puede vivir y celebrar su ciudad como pueda o quiera. Las vidas particulares son absolutamente respetables y su gozo individual es incuestionable. A veces, sin embargo, es interesante hacer ejercicios contra el ego y reflexionar en nombre del tiempo, de lo humano, de la colectividad. Desde arriba la ciudad se ve diferente. La luna es grande porque tan alto vive.

El ser.— Podemos decir que la ciudad es una forma cultural que sintetiza los sentimientos, pensamientos y acciones de sus habitantes a lo largo de la historia. La tanta vida sobre la ciudad no es solamente la que vivimos quienes estamos vivos, también es la herencia que no se ve en las piedras mayas adosadas y descompuestas en las iglesias coloniales; la sangre de yucatecos corriendo de los laureles de la plaza grande en tiempos revolucionarios —cuyo dolor aún cuelga de los arboles colmados de palomas y ahuyentadas quizás, por los ruidosos conciertos de RBD y otros grandes artistas de papel que atraen multitudes—.

En el silencio de Mérida hay una civilización de precisión matemática destruida, una vida colonial contradictoria y a veces hasta feroz, mujeres aporreadas por el destino, ídolos calcinados, hacendados justa e injustamente tratados y tiempos modernos donde la esperanza democrática ha sido traicionada por el placer audiovisual. ¿Alguien ve esas presencias en medio de esta agenda de convencionalidades? ¿Para alguien tienen valor tantas voces, tantas alegrías y sufrimientos vividos antes de los nuestros? ¿Alguien hace en Yucatán la historia de las sensibilidades de modo que podamos entender mejor el Popol Vuj, la poesía de Rosado Vega, la canción yucateca, Pastor Cervera y Manzanero? ¿Por qué no asumir actitudes críticas definitivas con el pasado y el presente que renueven la inteligencia y la sensibilidad? Las palabras no hacen el amor.— Hacen la ausencia. Aunque las palabras sirven para decir lo que existe, tienen adentro de sí un gran vacío. Es decir, nombran muchas cosas, pero callan silenciosamente ante aquello que está por revelarse. Las palabras en Yucatán pueden formar parte de: a) el lenguaje tradicional, b) el lenguaje moderno y c) el lenguaje por decir.

El primero es una herencia que se repite una y otra vez. Las canciones yucatecas, los rituales amorosos por la ciudad —como las callejoneadas y las mañanitas—; las nuevas canciones yucatecas que parecen vestidos idénticos puestos en personas diferentes (que no perciben que lo son); los discursos oficiales que festejan todo “por primera vez” con una identidad que oculta la pluralidad de los sentimientos meridanos. El pasado se repite como puntos en una carretera sin final hacia el placer del ego colectivo. Somos yucatecos en la medida en que hagamos, sintamos, comamos tales o cuales cosas. Hay un gentío hablando este lenguaje.

El segundo lenguaje utiliza expresiones modernas ubicadas en espacios tradicionales. En medio de esta sensibilidad heredada que nos obliga a comprender la vida como un fardo legado por otras generaciones, nace otra que no la reconoce porque se basa en la creación efímera. Es decir, lo importante es la innovación, la novedad, el futuro resplandeciente con sus nuevos aparatos telefónicos, digitales, y sus sensibilidades derivadas. Muchos jóvenes en Mérida viven ya con esta sensibilidad, actuando a espaldas de todo lo demás. Y también son meridanos. Y se mezclan ya que el mestizaje está de moda.

Entre ambos lenguajes habita otro que por el momento es silencio puro, atisbo, miedo, revelación posible. Mérida debe ser soñada con libertad. Hacer de ella lo mismo que el abrazo de Otako descrito en “Lo bello y lo triste” del Nobel japonés Yasunari Kawabata: una ciudad que debe dejar de ser vivida físicamente, para ser convertida en algo espiritual, en territorio de la libertad imaginativa. Mérida es un lenguaje por decir, por revelar nuevas realidades de una personalidad cada día menos estable, más inconexa y por tanto más bella.— Mérida, Yucatán.

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